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cuerpo sutil viajaba raudo por el espacio, para despertar en el dormi-
torio de Abraham. Junto a él, su maestro estaba sentado en una amplia
silla de caña árabe, que utilizaba para la meditación. También él esta-
ba despierto.
El filósofo sonrió.
-Y bien, Simon, ¿qué soñaste?
Su discípulo se lo dijo. Abraham asintió con la cabeza.
-Yo tuve también la misma visión. Maimónides notó nuestra
presencia.
Si aquella experiencia de proyección en estado de trance se la
hubiesen relatado a Simon un par de años antes, no le habría dado cré-
dito. Ahora aceptaba la experiencia como parte de su forma normal de
vida. También sabía que un día conocería a Maimónides personalmente,
y que descubriría un signo de reconocimiento en la cara del médico.
Al comentar más tarde aquella extraña experiencia con Belami,
Simon dijo:
-No había nada ilógico en el sueño. Podría describir con todo
detalle el interior de la habitación de Saladino. Lo extraordinario fue
la impresión de que Maimónides tenía plena noción de nuestra pre-
sencia y aceptaba de buen grado nuestra ayuda. Aún no sé cómo ayu-
dé al sarraceno enfermo, pero seguramente Abraham pudo enjaezar
ms energías y mi salud.
»También estoy seguro de que llegamos al palacio de Kukburi en
Harram en el momento de la crisis. La sensación de fuerzas podero-
sas en actividad fue sobrecogedora. Aún me siento desorientado por
toda la experiencia. Abraham me dice que eso pronto pasará. Quiso
que aprovechara la proyección conjunta de nuestros cuerpos sutiles,
con el fin especifico de sanar. El hecho me ha dado ciertamente una
nueva perspectiva en mi actitud hacia la muerte física. Ahora com-
prendo lo que Abraham ha estado tratando de decirme.
»La diferencia entre una experiencia fuera del cuerpo físico y la
muerte es meramente una cuestión de grado. En el momento de la
muerte física, la persona sutil ya no tiene necesidad del cuerpo físi-
co, que ha ocupado durante la vida terrenal. Esta revelación extra-
ordinaria la experimentamos cada vez que soñamos, pero no la reco-
nocemos como lo que verdaderamente es: una anticipación de la
muerte.
»Normalmente no nos asusta la experiencia del sueño: ¿por qué
entonces le tememos a la muerte? Le agradezco a Abraham este cono-
cimiento, que por supuesto mi maestro posee y disfruta desde hace
mucho tiempo.
En principio, Belami estuvo de acuerdo con Simon, pero comen-
tó con su espíritu siempre práctico:
-Un miedo saludable a la muerte forma parte del mecanismo
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de sobrevivencia del hombre. Si fuese tan fácil, tal vez no lucharía-
mos tanto para permanecer vivos. Eso podría ser el fin de la raza huma-
na. Mi madre en una ocasión me conró que cuando nací, sintió que
abandonaba el cuerpo y contemplaba todo el proceso de mi naci-
miento. Yo era el cuarto hijo y el primer varón. Nunca antes había
experimentado nada semejante.
Mientras Saladino se recuperaba en Harram, y posteriormente
en su amada Damasco, los barones francos bregaban por el poder y
el reino de Jerusalén se tambaleaba al borde del desastre.
Un rey había muerto, otro se encontraba cerca del fin de su cor-
ta vida, y el sultán sarraceno se hallaba en la encrucijada de su des-
tino.
Durante la convalecencia de Saladino, fracasó un complot con-
tra su sultanato, cuando un viejo enemigo, Nasr-ed-Din, falleció des-
pués de celebrar la «Fiesta de las Víctimas». Se sospechó que le habí-
an envenenado, pero no se pudo probar.
Débil aún a raíz de su estrecho contacto con la muerte, Saladino
perdonó al joven hijo del traidor cuando el muchacho citó un apro-
piado versículo del Corán sobre la expoliación de los huérfanos. El
líder sarraceno también devolvió todas las posesiones que los emires
le habían confiscado al padre del muchacho. Podía darse el lujo de
ser compasivo, pues ahora Saladino era el jefe supremo indiscutido
de todo el islam.
La fortuna no fue tan bondadosa para con el reino cristiano. El
rey infante murió en Acre, en agosto de 1186, y una vez más el reino
de Jerusalén se hundió en el duelo y el caos político.
La primera jugada corrió por cuenta del conde Joscelyn. Él
sugirió que debía llevar eí cadáver del rey infante de vuelta a
Jerusalén para el entierro, mientras que Raimundo III de Trípoli
reunía a los barones contra el patriarca, Heraclio, sus seguidores y
sus simpatizantes.
Raimundo aceptó la sugerencia en buena fe y partió inmediata-
mente. No bien se hubo marchado, Joscelyn se levantó contra Tiro y
Beirut, proclamando reina a Sibila. Envió el cadáver del pequeño rey
de vuelta a Jerusalén con los templarios.
Belami y Simon formaban parte de la escolta que salió al encuen-
tro de la comitiva funeraria a mitad de camino, para asegurar su segu-
ro viaje hasta la Ciudad Santa.
Mientras tanto, Joscelyn había hecho una alianza con Guy de
Lusignan y urgido a Reinaldo de Chátillon a unírsele. Todos con-
vergieron sobre Jerusalén. Joscelyn, De Lusignan y De Chátillon
iban acompañados por poderosas fuerzas de hombres elegidos.
Raimundo comprendió que había sido engañado, pero era dema-
siado tarde para volverse atrás.
El nuevo Gran Maestro de los templarios, Gerard de Ridefort,
apoyó a Sibila contra Heraclio, que en un tiempo había sido amante
de ella. En una acción sin precedentes, De Ridefort reunió a sus tem-
plarios y cerró las puertas de Jerusalén, con los servidores vestidos de
negro apostados en cada uno de los portales de la Ciudad Santa.
El patriarca se vio obligado a efectuar la coronación de la reina
Sibila del reino de Jerusalén. Ella en seguida llamó a su esposo Guy
de Lusignan a su lado y ella misma colocó una segunda corona en la
cabeza de su consorte.
Todo fue realizado limpiamente y con presteza, mucho antes
de que las facciones disidentes conducidas por Raimundo de Trípoli
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pudiesen intervenir. La asamblea de ciudadanos de Jerusalén reco-
noció sin vacilar la validez de la coronación y la aceptó como un
fait accompli.
-Ya te dije que había una mujer detrás de todo esto -le dijo
Belami al asombrado Simon, que estaba confundido por la celeridad
de los acontecimientos-. Así que ahora tenemos a un comandante
indeciso al frente de las fuerzas francas, y nosotros, los servidores tem-
plarios y hospitalarios, tendremos que tratar de recoger los pedazos.
Saladino debe de estar muriéndose de risa. Un certero golpe de sus
bien disciplinadas fuerzas, y todo este castillo de naipes de tarot se
derrumbará.
La nueva tregua, con apenas un año de duración, volvió a ser rota [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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